miércoles, 26 de septiembre de 2018

Moguer, 26 de septiembre de 2018 e. c.

¡Hola, mijita!

Hoy te traigo el extracto de una carta que me envía Médicos sin fronteras de la doctora Georgina Woolveridge a una niña que fue víctima de un ataque suicida en Irak, porque creo que muestra el dolor que produce vivir algo así tan de cerca. Mis sentimientos, que sabes que afloran ante este tipo de cosas pues son cosas que hablamos, se acercan al dolor de la doctora (no que sienta lo mismo, sino que me transmite y contagia su angustia).

Te lo traigo porque supongo que saber lo que esto me afecta es darme a conocer un poco más hacia ti y porque no quiero evitarte mis emociones, sean de la índole que sean. Ahora tienes cinco años y te lo contaré de otro modo más suave, buscando tu empatía, pero con el tiempo irás comprendiendo de qué te hablaba papi cuando puedas (y quieras) leer esto como corresponde:


"Nunca he querido olvidar algo tan desesperadamente como el recuerdo de la primera vez que te vi. Había atendido a seis pacientes en una hora. Entonces te trajeron al único espacio libre que quedaba en la sala de urgencias. El tuyo era uno de los dos pequeños cuerpos destruidos por la guerra que había tumbados en una camilla de acero para adultos; el otro era el de tu hermanito.

Estabas casi sin vida, con lesiones que podrían resultar fatales. Trabajamos tan duro y rápido como fue posible para estabilizaros a ambos, mientras mis colegas solicitaban que nos permitieran llevarte a un lugar donde pudieras recibir una atención integral. 

La medicina puede volvernos estoicos, desapegados y emocionalmente desconectados. Pero, en un instante de calma, me detuve junto a tu cama y, al reposar la mano en tu cabeza, por unos momentos perdí esa rigidez.

Insinuar que tuviste suerte ese día es desagradable y totalmente ofensivo. Resultaste gravemente herida en una explosión que mató a tu mamá y a tu otro hermano. Eso no es tener suerte.

Sin embargo, fue una suerte que las autoridades nos permitieran pasar una ambulancia. Te estabilizamos lo mejor que pudimos y os acomodamos a los dos en el vehículo, junto a un tercer niño de 11 años. Os despedimos con nervios.

Después, recibía rumores, informes poco claros e incompletos sobre tu situación. “Está viva”, “tiene lesiones cerebrales graves”, “sin familia”.

Al cabo de dos semanas, yo fui la afortunada. Te busqué y te encontré en un hospital a dos horas de distancia. Entré con temor en la habitación. Dormías un sueño infantil y, con la mano, protegías instintivamente a tu hermano pequeño, tu aliado. Y luego despertaste. Te vi enérgica; jugabas y me abrazaste. Es el recuerdo más precioso que guardo de una experiencia que me abruma en todos los sentidos aún a día de hoy.

Tengo que confesar que, el día que nos conocimos, me costaba mucho soñar con que tendrías un futuro. Ahora, puedo reunir la suficiente esperanza.

Espero que algún día, contra todo pronóstico, tu mayor preocupación sea por qué colina de pasto rodar, cómo patear una pelota más fuerte que tu hermano, o cómo negociar irte a la cama más tarde para jugar un rato más. Una vida donde 'terrorismo suicida', 'desplazamiento interno' y 'refugiado' sean palabras casi inexistentes. Sobreviviste y tengo la esperanza de que prosperes en el futuro".

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